Miguel D. Mena
A veces recupero mis fantasmas cuando vuelvo a la Avenida Mella y me veo con mis pantaloncitos, caminando por esa zona, como una cotorra a la que habrán lanzado al Polo Norte.
El pasado es como una respiración corta, que te devuelve a la constancia de tu fragilidad, tu corazón que está ahí y que debería bombear más seguido. La Avenida Mella fue lo primero “más lejos” que alcancé en mi infancia.
Venía de un pasado en Gualey y Villa Francisca, de calles recientemente pavimentadas donde se podía tirar uno poco después de que comenzara la llovizna como un gato sobre la cama. Ese olor del vapor que sale de las calles como un incienso barrial cuando cae la lluvia en Santo Domingo es algo que he buscado en muchísimas otras ciudades y que nunca se me ha dado.
Ser, saberse solo, es una de las primeras enseñanzas que recibí. Es como vivir en un mundo fuera de poco. Es nacer como Buda: viejo.
Aprendí a leer leyendo los letreros de los Mina mientras una especie de tío me llevaba con su taxi por el Santo Domingo de post guerra 1965. Entonces deletreaba las letras de “Fe-rre-te-ría” y cuando descubrí la rima con “he-la-de-ría” comenzó el poema. A la gaguera –mal que de repente me sigue acompañando-, a la dificultad para pronunciar palabras que comiencen con c o con k, se le fueron agregando otros factores: el que fuera yo el único “blanco” en mi barrio, en mi clase, razón más que suficiente para que los profesores siempre quisiera acariciar al “rubio”, al “pelo bueno”, aunque ahora me doy cuenta que ni lo uno ni lo otro.
La guerra del 65 dejó sus grandes marcas en Gualey y en Villa Francisca. Pronto comenzarían en ambos barrios grandes intervenciones en sus estructuras. Viví en barrios que fueron borrados de la tierra. A barrio muerto alma indispuesta. La vida te lanzaba sus dados explosivos. Siempre la sensación de que eras diferente, tal vez por tu gordura, tu sensibilidad, tus ganas de llorar porque andabas destrozado, huérfano, en miles de agua y sin que el fotógrafo lograse una foto sin fuera de foco.
Las lágrimas vivifican, sin embargo. Te refrescan la cara. Creo que aparte de Gabina, nadie en mi familia ha llorado como yo. Ha sido tan intensa esa costumbre, que cuando no hay motivos claros me pongo el soundtrack de las lágrimas –como ocho canciones-, y bueno, hay que buscar el balde para que no moje el piso.
Ser otro siempre: porque las palabras sonaban a vida y no sólo remitían a signos u objetos.
Así pasé por iglesias evangélicas, hare krsnas, partidos socialistas, grupos literarios, cafés, movidas, mujeres, moteles, azoteas ácidas, llevándome siempre un pedazo y dejando otros, muchísimos otros.
Había momentos únicos y en los lugares menos indicados. Semana Santa por ejemplo. En Semana Santa Radio Guarachita ponía las nueve sinfonías de Beethoven durante todo el Viernes Santo. Podría decir que todas las semanas santas de mi infancia y juventud, esa dosis de ¿ocho horas? Beethovianas fueron como la azafata más segura, la columna que me sostiene, lo que perdí y todavía conservo.
Un día aquella Villa Francisca de la Juana Saltitopa con París se trasladó a la Dr. Betances y muchas palabras se perdieron. Había una, única, una de las más sagradas: “combina”, léase, rincón del que nadie debería tener noticias y donde tú guardas cosas más que preciadas, como un cartón con tu pelotero, algún compás o un pedazo de chocolate Embajador.
Con las mudanzas siempre hay cosas que se pierden, se transforman, y luego mueres tú un poco con ellas.
Santo Domingo, Villa Francisca, San Carlos, todavía paso por los lugares por donde mis primeros años transcurrieron con la indulgencia del jardinero que ya ha hecho lo suficiente por sus árboles. Paso porque debo tener claro lo perdido que aún llevo conmigo y porque el despojo lo debes tener más claro que un sol de primavera.
Junto a los espacios están las palabras, los conceptos como focos, orientando, señalando, y también a veces como maniquíes desnudos. Conceptos y frases que antes operaban como alguien levantándote por la cabeza “para que veas a Dios comiendo arroz”, ahora son tan relevantes como un vaso de plástico en la madrugada. “Pueblo”, “lucha de clases”, “socialismo”, “utopía”, “fusil contra fusil”, todo se quedó como los soldaditos de plástico que venían en las cajas de corn flakes. “Debes”, “Tienes que”, todo quedó fulminado gracias a Nietzsche. Celebrar, homenajear, reconocer, “estar orgulloso de”, todo eso se quedó como los huesos de una sopa de huesos. Curiosamente, sí se quedaron banderas similares plantadas aquí, en lo más íntimo: el concierto de Paco Ibáñez en el Olympia, las musicalizaciones de José Martí por Pablo, la versión de “Hijos” –también de Martí-, interpretado por Sara González, los poemas de Whitman y Pedro Mir, los “Sábados poéticos” en el Conde que luego hicimos en toda la ciudad, las paradas camino a Santiago.
Diccionarios rayados, ¿nuevos diccionarios? Muchas que son las palabras a las que cada les concede su propio significado. La grieta está en la compulsión de comunidad, en las tijeras de ese Otro catastrófico que te cree hacerte mejor o superior con tus palabras. Que cada quien decida o resuelva, que para algo es la adultez, la claridad, la posibilidad de que hayas tenido tu luz en tu camino a Damasco y sepas utilizar esa luz.
Como dentro de tres meses seremos más imbéciles que ahora mismo, como las palabras y frases cancerígenas son las más apreciadas en estos tiempos –twittear, “redes sociales”, “likes”, “virales”-, como medio y pico de la humanidad tiene que recibir las odiosas llamadas mientras te estás comiendo un helado con ella, tener conciencia y alegría en tu soledad es una de las pocas garantías de que no estarás tan mal.
Cariño, confirmación, aceptación, reconocimiento, ilusión de estar en una comunidad, todo se busca en los escondrijos de esos bytes, gugleando. Pones los youtubes con los gaticos o perritos o cebras más cariñosas, o te solidarizas con quien o lo que sea o compartes los éxitos de sus sobrinos con alguna beca o congreso o lo que sea, todo vale. Que cada quien se ponga las sábanas para su cuerpo.
Estamos en la época en la que todo el mundo tiene derecho a la felicidad, a sus pequeños soles, a sus huecos, al vértigo.
Yo mientras sigo con mi yo como aquel reloj que una vez quise rearmar, pero fallido el intento, igual a como lo fueron todos aquellos en los que rompías la magia original del todo ensamblado. Pero y si las cosas no funcionan, ¿tendrán que dejar como vinieron de fábrica?
Reviso mi mochila y advierto las palabras, las ciudades y sus olores que ya perdí pero que están al fondo, aquí, en las que rebusco.
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