viernes, 29 de marzo de 2013

No fue en bicicleta. Reseña Teatral


NO FUE EN BICICLETA
Por Ivan Garcia Guerra


Nacido en Santiago de Chile el 14 de julio del 1940, Alonso Alegría Amèzquita es conocido como uno de los más prestigiosos dramaturgos del Perú, hijo del famoso novelista indigenista Ciro Alegría y de la pianista Rosalía Amézquita. Ambos peruanos.
Todavía muy joven ganó una beca Fulbright y asistió a la Universidad de Yale, en la cual obtuvo los grados de Bachiller en Arte (1964) y Master of Fine Arts en Dramaturgia y Literatura Dramática (1966) con estudios especiales de Dirección de Escena (1967). Ha vivido una intensa vida teatral como profesor, dramaturgo, director y activista.

Son sus obras “Remigio el huaquero” (1965), “¡Libertad!” (libreto para ópera, 2005, en Montpellier, Francia), “El terno blanco” (1981 en Potsdam, Alemania), “Daniela Frank” (1993), “Encuentro con Fausto” (1999), “Para morir bonito” (2009), una inédita y sin estrenar "Cavando en la arena" (finalista premio Tirso de Molina 2002 y la pieza histórica "Bolognesi en Arica", además la que ahora nos ocupa, “El cruce sobre el Niágara” (1969), con la cual ganó el premio Casa de las Américas de ese año, traducida en doce idiomas y que ha sido montada en más de 50 países.


La obra nos relata los encuentros imaginarios de Blondin un real volatinero del siglo XIX, cruzador varias veces de las Cataratas del Niágara, y de Carlo (así, sin “s”), un joven seguidor del artista quien lo convence de repetir su hazaña esta vez llevándolo a él sobre sus hombros.

El dialogo, lineal, algo anecdótico, bien desarrollado en cuanto logra mantener la atención con una evolución simple, logra pinceladas poéticas cercano el final cuando se refiere a la posibilidad de que los dos alcancen el Sol, luego de una vida que a pesar de haber sido arriesgada y peligrosa parece resultarles vacía y aburrida.

Ambos personajes llenan o se precipitan por el conciso cause del tema, unidos por la obsesión de una acción o aventura que solo tiene sentido para ellos, con la cual buscan, sin traicionar lo que los define, un justificación vital que no es más que un escape.
Orestes Amador y Wilson Ureña son los efectivos corceles sobre los cuales cabalgan estas dos metáforas serenamente atormentadas. Sus actuaciones son nítidas, bien expresadas oralmente y visualmente excitantes gracias a una hermosa plástica creada por la coreógrafa Marianela Boan.

Y esa belleza formal, aupada hasta límites que se aproximan a la absoluta exquisitez se completa con, quizás, la más hermosa, precisa y funcional iluminación escénica que recuerde haber visto en el auditorio de Bellas Artes, creación del grande Bienvenido Miranda.

El sonido, responsabilidad de Xavier Ortiz, adecuado y también puntual es otro logro, que apuntala y refuerza la acción sin competir con el dialogo.
Este cúmulo de aciertos nimba otro éxito de la concepción y la batuta escénica de Flor de Bethania Abreu, quien con merecida satisfacción celebra sus 60 años de actividad escénica.

A Flor la conocí cuando yo ensayaba la que sería mi primera actuación (“El gran teatro del Mundo”) hace 58 años; invitado por su madre, la actriz Zulema Atala Javier, participé durante una Semana Santa en unos cuadros bíblicos sobre la Pasión de Cristo, en la cual “actué” junto a ellas representando a un dulce apóstol San Juan. Meses después me puse de su lado en una tonta o publicitaria disputa alrededor de lo que sería mi segunda actuación (“Un sombrero lleno de lluvia”), la cual debía compartir con ella y el amado hermano ya ido, Pepito Guerra.

Y así, desde entonces hemos sido amigos de primera, solamente separados ocasionalmente por las físicas distancias del espacio continental; España, donde ella residió por un tiempo que se me antoja largo, y Santo Domingo, donde yo me quedé. En el tiempo que precedió, hasta la fecha, muchos han sido las colaboraciones estrechas entre nosotros, dos de esos pocos especímenes en peligro de extinción, los dinosaurios teatrales, quienes aún respiran vigorosamente en demostración indiscutible de vibrante aliento vital y de un laudable deseo de comunicarse mediante el lenguaje artístico.

Siento que la brillante celebración que ha logrado esta mujer admirable también es mía, gracias a esta familiaridad de clase (por supuesto con tu permiso, hermana). Has cruzado el Niágara en tu camino hacia la irrebatible luz que ilumina nuestra Tierra
Y para terminar este humilde comentario, no puedo evitar referirme a la popular frase dominicana “cruzar el Niágara en bicicleta”, la cual es un eufemismo de cualquier endiablado momento o casi imposible faena, o sobre todo a estar pasando “crugía o “crujía”, no sé cómo se escribe.

No, no es el caso. Sí cruzaste el Niágara, amiga; pero no fue en dos ruedas. Lo lograste con brillantes y firmas alas de águila… y sentí que me llevabas un tanto sobre tus hombros, tiernamente.

1 comentario:

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