NO FUE EN BICICLETA
Por Ivan Garcia Guerra
Nacido en Santiago de Chile el 14 de julio del 1940, Alonso
Alegría Amèzquita es conocido como uno de los más prestigiosos dramaturgos del
Perú, hijo del famoso novelista indigenista Ciro Alegría y de la pianista
Rosalía Amézquita. Ambos peruanos.
Todavía muy joven ganó una beca Fulbright y asistió a la
Universidad de Yale, en la cual obtuvo los grados de Bachiller en Arte (1964) y
Master of Fine Arts en Dramaturgia y Literatura Dramática (1966) con estudios
especiales de Dirección de Escena (1967). Ha vivido una intensa vida teatral
como profesor, dramaturgo, director y activista.
Son sus obras “Remigio el huaquero” (1965), “¡Libertad!”
(libreto para ópera, 2005, en Montpellier, Francia), “El terno blanco” (1981 en
Potsdam, Alemania), “Daniela Frank” (1993), “Encuentro con Fausto” (1999),
“Para morir bonito” (2009), una inédita y sin estrenar "Cavando en la
arena" (finalista premio Tirso de Molina 2002 y la pieza histórica
"Bolognesi en Arica", además la que ahora nos ocupa, “El cruce sobre
el Niágara” (1969), con la cual ganó el premio Casa de las Américas de ese año,
traducida en doce idiomas y que ha sido montada en más de 50 países.
La obra nos relata los encuentros imaginarios de Blondin un
real volatinero del siglo XIX, cruzador varias veces de las Cataratas del
Niágara, y de Carlo (así, sin “s”), un joven seguidor del artista quien lo
convence de repetir su hazaña esta vez llevándolo a él sobre sus hombros.
El dialogo, lineal, algo anecdótico, bien desarrollado en
cuanto logra mantener la atención con una evolución simple, logra pinceladas
poéticas cercano el final cuando se refiere a la posibilidad de que los dos
alcancen el Sol, luego de una vida que a pesar de haber sido arriesgada y
peligrosa parece resultarles vacía y aburrida.
Ambos personajes llenan o se precipitan por el conciso cause
del tema, unidos por la obsesión de una acción o aventura que solo tiene
sentido para ellos, con la cual buscan, sin traicionar lo que los define, un
justificación vital que no es más que un escape.
Orestes Amador y Wilson Ureña son los efectivos corceles
sobre los cuales cabalgan estas dos metáforas serenamente atormentadas. Sus
actuaciones son nítidas, bien expresadas oralmente y visualmente excitantes
gracias a una hermosa plástica creada por la coreógrafa Marianela Boan.
Y esa belleza formal, aupada hasta límites que se aproximan a
la absoluta exquisitez se completa con, quizás, la más hermosa, precisa y
funcional iluminación escénica que recuerde haber visto en el auditorio de
Bellas Artes, creación del grande Bienvenido Miranda.
El sonido, responsabilidad de Xavier Ortiz, adecuado y
también puntual es otro logro, que apuntala y refuerza la acción sin competir
con el dialogo.
Este cúmulo de aciertos nimba otro éxito de la concepción y
la batuta escénica de Flor de Bethania Abreu, quien con merecida satisfacción
celebra sus 60 años de actividad escénica.
A Flor la conocí cuando yo ensayaba la que sería mi primera
actuación (“El gran teatro del Mundo”) hace 58 años; invitado por su madre, la
actriz Zulema Atala Javier, participé durante una Semana Santa en unos cuadros
bíblicos sobre la Pasión de Cristo, en la cual “actué” junto a ellas
representando a un dulce apóstol San Juan. Meses después me puse de su lado en
una tonta o publicitaria disputa alrededor de lo que sería mi segunda actuación
(“Un sombrero lleno de lluvia”), la cual debía compartir con ella y el amado
hermano ya ido, Pepito Guerra.
Y así, desde entonces hemos sido amigos de primera, solamente
separados ocasionalmente por las físicas distancias del espacio continental;
España, donde ella residió por un tiempo que se me antoja largo, y Santo
Domingo, donde yo me quedé. En el tiempo que precedió, hasta la fecha, muchos
han sido las colaboraciones estrechas entre nosotros, dos de esos pocos especímenes
en peligro de extinción, los dinosaurios teatrales, quienes aún respiran
vigorosamente en demostración indiscutible de vibrante aliento vital y de un
laudable deseo de comunicarse mediante el lenguaje artístico.
Siento que la brillante celebración que ha logrado esta mujer
admirable también es mía, gracias a esta familiaridad de clase (por supuesto
con tu permiso, hermana). Has cruzado el Niágara en tu camino hacia la
irrebatible luz que ilumina nuestra Tierra
Y para terminar este humilde comentario, no puedo evitar
referirme a la popular frase dominicana “cruzar el Niágara en bicicleta”, la
cual es un eufemismo de cualquier endiablado momento o casi imposible faena, o
sobre todo a estar pasando “crugía o “crujía”, no sé cómo se escribe.
No, no es el caso. Sí cruzaste el Niágara, amiga; pero no fue
en dos ruedas. Lo lograste con brillantes y firmas alas de águila… y sentí que
me llevabas un tanto sobre tus hombros, tiernamente.
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